CIES, vidas rotas: familiares de internos ponen rostro a las cifras

Soraya Constante Toumai.es

El Ministerio de Interior presume que 30.163 extranjeros no entraron a España o fueron expulsados por no tener papeles en 2010. Los que salieron mediante orden de expulsión suman 11.454 ciudadanos. ¿Qué se esconde detrás de esas cifras? Las personas que visitan los Centros de Internamiento de Extranjeros ponen rostro a esos números.

Aquellos que coinciden con Rosario Tituaña en la cola de visitas del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Valencia comparten su sufrimiento. Su hijo, Ángel, de 22 años, con un historial de esquizofrenia, está encerrado y va a ser deportado a Ecuador. «No conoce a nadie allí. Vino con 14 años. Toda su familia está aquí. Él depende de nosotros», dice la madre a los desconocidos que la escuchan.

Cada uno de los días que está sin su hijo, Rosario viaja desde Elche a Valencia para visitarlo y controlar que no le falte su medicina. Teme que no soporte el encierro, que le dé otro brote o que intente suicidarse. La gente de la cola la consuela como puede. Alguno sugiere contactar a un organismo internacional. Otro le da el teléfono de una trabajadora social de la Secretaría Nacional del Migrante de Ecuador. Y hasta un abogado que aparece por allí le pide fotocopias de los informes médicos y le da esperanzas a cambio de 300 euros. Pero nada evita la expulsión de Ángel.

Esta historia ocurrió el verano pasado. La madre de Ángel cuenta el suplicio que vivió su familia después de que echaran a su hijo desde un locutorio de Tudela. «Todos lloramos cuando nos enteramos. Un boliviano me llamó para contarme que la Policía lo había sacado de la celda a las cinco de la mañana y que no sabía nada de él», asegura.

Nadie contestó a las llamadas que hizo después de recibir la noticia, ni siquiera el abogado que se embolsó los 300 euros y no dio cuenta de sus acciones. El consulado ecuatoriano sólo la atendió para confirmarle la expulsión. «Ahora estoy en Navarra, trabajando de interna, mi esposo tuvo que viajar a Ecuador para cuidar de nuestro hijo», cuenta mientras se escucha un respiro de resignación.

Las otras tres hijas del matrimonio se quedaron trabajando en Elche. A ningún miembro de la familia le falta papeles. El propio Ángel tenía sus documentos en regla, pero cuando empezaron los brotes de su enfermedad, un vecino puso una denuncia por escándalo y en una ocasión una de sus hermanas se vio obligada a poner otra por maltrato. Lo hizo por consejo de la Policía, para conseguir que lo ingresaran en un centro psiquiátrico. Pero el problema fue cuando el joven solicitó la renovación de su tarjeta de residencia, porque aparecieron estos antecedentes y le denegaron el permiso.

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Los domingos que Rosario libra se refugia en los locutorios de Tudela para hablar con su familia desperdigada entre España y Ecuador. Las últimas noticias que ha recibido son que las chicas están pensando irse a Suiza, el marido de una de ellas ya se adelantó y asegura que allí hay trabajo. Su esposo también ha encontrado trabajo de albañil en Ecuador, pero sólo gana doce dólares al día y, lo que más le preocupa es que las medicinas de su hijo se están acabando.

Para el Ministerio de Interior, Ángel está dentro de la estadística que habla “de repatriaciones de delincuentes extranjeros con numerosos antecedentes penales y/o judiciales vinculados al terrorismo, bandas organizadas, violencia de género o cualquier otro hecho delictivo”. Una generalidad que el Gobierno se niega a desglosar para evitar que el informe “sea más largo», señala un portavoz.

En España actualmente hay nueve centros de internamiento de extranjeros donde viven hacinados más de 3.000 detenidos, según el colectivo Ferrocarril Clandestino. Lo que más cuestionan las diferentes asociaciones y ONG es el régimen carcelario de los CIE, contrario a la descripción que la ley da de ellos: «Establecimientos públicos de carácter no penitenciario». Ninguna ONG ha podido entrar en ellos, a excepción de la Cruz Roja que se limita a observar lo que ocurre puertas adentro y a llevar elementos lúdicos como raquetas de ping pong.

Las visitas son restringidas a escasos cinco minutos. Sólo hay derecho a recibir una por día. La entrevista se hace a través de una mampara de cristal, a veces reforzada con rejas. Todo esto sin contar que los internos permanecen la noche y parte del día encerrados en sus celdas. Sólo salen para comer por turnos y les dan entre dos y tres horas para estar en los espacios comunes. Los centros, además, no tienen suficientes letrinas, ni lavabos, ni duchas. Los hombres muchas veces se ven obligados a miccionar en botellas desechables.

Teodora Mamani y su hija Fiorella, de ocho años, visitan el CIE de Barcelona un domingo de enero. Siguen las instrucciones que les han dado en una comisaría de Policía. Buscan el número 40 de la calle E, en la Zona Franca. Aquel inmenso polígono industrial con escaso servicio de autobuses los fines de semana. Madre e hija toman una ruta equivocada. Se pierden. Esperan otro autobús y preguntan al conductor por el CIE. “Es nuevo y no sabe”, les dice. Deambulan por naves industriales hasta que encuentran a una pareja de marroquíes, y llegan al lugar.

1105cies-sumFiorella, la niña de ochos años, no sabía que su padre había sido detenido. La pareja está separada hace algún tiempo y su madre se guardó la noticia hasta que pasaran las fiestas. La niña le lleva el obsequio  de Navidad que no ha podido dárselo: una bufanda y un gorro envueltos en papel de regalo. Su turno para entrar llega después de esperar casi una hora dentro de una garita sin calefacción. Un arco de seguridad les obliga a quitarse todo lo que tienen encima mientras por el altavoz se llama a su familiar. «Interno 1652, acérquese a control». Teodora entrega su tarjeta de residente y el pasaporte boliviano de su hija. «Los papeles de la niña están en trámite», explica con temor.

En los locutorios, una mampara de cristal y una reja pintada de blanco separa a los internos de las visitas. Un policía indica a la niña que debe teclear el número 1 en el teléfono para hablar. La pequeña coge el auricular y llora. Sélo se escucha a su padre: «¿Cómo has estado? ¿Te han dicho por qué estoy aquí? ¿Has visto esa tarjeta que tiene mamá, la que entregó para entrar aquí?». La niña asiente con la cabeza y va calmando su llanto. «Yo no tengo esa tarjeta. Por eso estoy aquí. No pienses que he hecho nada malo-, le explica-. Pronto voy a salir».

Teodora se enoja y cuando coge el teléfono le pide a su ex pareja que le diga la verdad a la niña y que se despida de ella. Ella ya sabe que tiene una orden de expulsión agravada porque alguna vez le habían pillado conduciendo en estado de embriaguez. Él se resiste y le cuenta que está enfermo y que no le podrán echar en esas condiciones. Fiorella reclama el teléfono otra vez y le cuenta que le ha traído un regalo por Navidad, luego le pide que sonría para hacerle una foto con el móvil y la pone de salvapantallas.

Los cinco minutos se acaban y un policía aparece para anunciarlo. La niña pregunta si puede darle un abrazo a su padre. «Está prohibido», le dice el agente. Fiorella se entristece, no entiende el porqué. Se despide a través del cristal enrejado y sale con su madre. Afuera otro agente les pregunta por el contenido del paquete que han traído. «Es el regalo de Navidad de mi papá», contesta la niña. «Lo tengo que abrir», dice el policía y rompe el papel de regalo. Fiorella llora pegada a la falda de su madre.

 

TRIUNFO

1105cies-sum2SOS Racismo, Pueblos Unidos y el colectivo Ferrocarril Clandestino han ganado una pequeña batalla en su lucha por el cierre de los centros de internamiento de extranjeros. El juez de instrucción número 6 de Madrid dictó un auto en el que ordena al director del CIE de esta ciudad que habilite un horario para que las ONG puedan visitar a los internos y que haga lo posible para que no tengan que esperar colas, ni haya duración máxima para cada visita. También exige que se retiren las mamparas de cristal que existen en la sala de visitas y que confieren al lugar una característica de «locutorio carcelario» con el que se somete a un régimen generalizado de sospecha al visitante y al interno.

La coordinadora jurídica de SOS Racismo, Marta Martínez, cuenta que la Administración interpuso un recurso para invalidar el fallo del juez, pero lo hizo fuera de tiempo. Ahora están a la espera de que el director del centro cumpla con la disposición judicial y se produzcan los cambios en el régimen de visitas. Las entidades sociales en tanto van planificando nuevas acciones, como la del pasado 21 de marzo, cuando se celebró el Día Internacional contra el Racismo y la Xenofobia.

Sandra, una boliviana con miedo a dar su nombre completo, participa en todas las manifestaciones que se hacen para el cierre definitivo de los CIE. Su pareja fue deportada y maltratada, pero antes de irse le dejó una carta. La misiva está escrita con letra diminuta para condensar en un folio todo el sufrimiento que este hombre pasó.

Y empieza así: «A lo largo de los 36 días que estoy recluido he visto cosas que me llaman la atención de forma particular: la brutalidad policial ejercida contra hombres y mujeres en el aeropuerto para meterles en el avión, los insultos proferidos por gente que no tiene respeto por los demás, maniatándoles como animales, escatimando muy poco al tiempo de propinarles palizas ejemplarizantes, para que los demás no se atrevan a oponerse a la sentencia de expulsión».Sandra quería leer las palabras que su compañero escribió en la próxima concentración. La última vez, cuando fue el Día del Migrante, lo intentó pero la voz no le salió templada y rompió a llorar.

Los cinco minutos se acaban y un policía aparece. La niña pregunta si puede darle un abrazo a su padre. «Está prohibido», le dice el agente. Fiorella se entristece y se despide a través del cristal enrejado

La pareja de Sandra no tenía antecedentes policiales, pero fue deportado y su vida se rompió, como el hijo de Rosario que por su enfermedad dependía de su familia o el padre de Fiorella que si lo expulsan se separara involuntariamente de su hija, y como miles de hombres y mujeres que no tienen papeles y entran a los centros de internamiento de extranjeros donde pierden hasta el derecho de ser llamados por su nombre. Les asignan un número que sus familiares tendrán que recordar para visitarlos. Una cifra nada más.

Acerca de Salhaketa Nafarroa

SALHAKETA Nafarroa es una asociación anti carcelaria y anti punitivista. Se constituyó en 1988 y desde entonces ha trabajado por la defensa de los derechos de las personas presas y sus familiares. Con este objetivo se han buscando medidas alternativas a prisión, se trata de fomentar la concienciación social de lo que supone la realidad penitenciaria en Navarra y se han creado y fomentado tanto procesos como programas de inclusión social para personas presas navarras, con arraigo en Navarra o que se encuentran cumpliendo condena en la cárcel de Pamplona.
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